Las mariposas en el estómago, la
sensación de vacío, el vértigo, el desconcierto, las ansias, la planeación, la espontaneidad,
la estrategia.
Este cumulo de emociones que se
disparan y disipan en cualquier lugar del cuerpo, es lo que más me gusta de
comenzar una relación. Ese juego perverso en el que nos involucramos, ese
instante en el que no nos importa si será para siempre, si te vas a enamorar,
porque la química juega a tu favor y sientes que lo podrías hacer.
Ese instante antes de comenzar a
pensar, de razonar, de esperar, de que pasen los días y te des cuenta, que
fuiste una bonita noche, una más. Bueno de todo esto, lo que no me gusta es la
idea de ser una más, en ese aspecto prefiero pensar que, aunque solo fue una
noche, fue una de esas noches que guardas para cuando necesitas respirar.
Ese instante en el que el tiempo no
importa, en el que el futuro no importa, en el que no planeas, pero lo planeas
todo para enviar las señales correctas e interpretarlas.
Me gusta ese instante que repito en
mi cabeza. Como una colección tengo guardada en mi memoria ese lugar, la luz,
los objetos y cada uno de los pasos que me llevaron a esa primera relación
donde el encanto le gano a todo lo demás. Donde me deje seducir sin cuestionar,
donde solo me deje ser, tal vez con ese instinto animal, tal vez sin él.
La primera vez fue en contra de mi
naturaleza femenina, y de la moral que nos es enseñada a las niñas de bien. Me
deje arrastrar por el encanto de la música de los aterciopelados. Andrea tuvo
la culpa, ahora que me detengo a unir los cabos, presiento que nunca fue el
deseo lo más predominante, era solo el momento perfecto. La luz tenue, la
música, un poco de licor y dos personas que sienten que el mundo se detuvo y
que la noche es suficiente y es eterna.
La primera vez dejo en mí semanas
de corrientazos repentinos, semanas de memorias que traían cada sensación. Fue
aterrador, porque también se nos enseña a sentir culpa y yo, yo solo sentía
placer.
Años más tarde, en una época oscura
de mi vida, dos encuentros casuales con dos individuos de mi pasado revivieron
por un instante esa sensación. Jamás tan fuerte, jamás tan cierta como la primera
vez. Lo único espectacular o digno de mencionar de aquellos encuentros, fue la
sensación de estar cumpliendo mi papel. El papel de presa, el papel de quién
actúa con gracia, para hacer pensar al cazador que él está al mando y no al
revés.
Es gracioso, porque también ha sido
de esas pocas veces en que practique la paciencia y el arte de esperar.
Pero ese arte no se me da tan bien.
Realmente solo logro practicarlo cuando mi intención es nula. Cuando solo actuó
por instinto, por el placer de ser mujer.
Está vez, la música, la vista y
Cortázar fueron los culpables. Cortázar y sus conejos y sus puertas cerrándose
y su señorita Cora y su voz sensual resonando en mi cabeza.
Y el saxofón de García Márquez, y
la luz azul tan sexual como sensual. Y la poesía y el vino.
Y la ciudad y la noche, y este
corazón con ganas de enamorarse, y este cuerpo con ganas de sentirse vivo. Y esa sensación de estarme portando mal.
Lo que más me gusta de los corrientazos,
es que los puedo aplicar en pequeñas dosis y desgastar hasta que desaparezcan. Solo
seis años les tomo la última vez.
Pero las noches siempre se
terminan, y viene la realidad del día. El día con sus verdades a gritos,
descifrando para mi todas esas señales que jamás entiendo, el día con sus ondas
que rebotan sobre las objetos que en las noches se ven tan uniformes, tan
lineales.
El día que trae a mi ese otro yo
que quiere enamorarse, y vivir la historia de los cuentos.



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