domingo, 16 de julio de 2017

La densa red de la cosas tenues



Las mariposas en el estómago, la sensación de vacío, el vértigo, el desconcierto, las ansias, la planeación, la espontaneidad, la estrategia.

Este cumulo de emociones que se disparan y disipan en cualquier lugar del cuerpo, es lo que más me gusta de comenzar una relación. Ese juego perverso en el que nos involucramos, ese instante en el que no nos importa si será para siempre, si te vas a enamorar, porque la química juega a tu favor y sientes que lo podrías hacer.

Ese instante antes de comenzar a pensar, de razonar, de esperar, de que pasen los días y te des cuenta, que fuiste una bonita noche, una más. Bueno de todo esto, lo que no me gusta es la idea de ser una más, en ese aspecto prefiero pensar que, aunque solo fue una noche, fue una de esas noches que guardas para cuando necesitas respirar.  


Ese instante en el que el tiempo no importa, en el que el futuro no importa, en el que no planeas, pero lo planeas todo para enviar las señales correctas e interpretarlas.

Me gusta ese instante que repito en mi cabeza. Como una colección tengo guardada en mi memoria ese lugar, la luz, los objetos y cada uno de los pasos que me llevaron a esa primera relación donde el encanto le gano a todo lo demás. Donde me deje seducir sin cuestionar, donde solo me deje ser, tal vez con ese instinto animal, tal vez sin él.

La primera vez fue en contra de mi naturaleza femenina, y de la moral que nos es enseñada a las niñas de bien. Me deje arrastrar por el encanto de la música de los aterciopelados. Andrea tuvo la culpa, ahora que me detengo a unir los cabos, presiento que nunca fue el deseo lo más predominante, era solo el momento perfecto. La luz tenue, la música, un poco de licor y dos personas que sienten que el mundo se detuvo y que la noche es suficiente y es eterna. 

La primera vez dejo en mí semanas de corrientazos repentinos, semanas de memorias que traían cada sensación. Fue aterrador, porque también se nos enseña a sentir culpa y yo, yo solo sentía placer. 

Años más tarde, en una época oscura de mi vida, dos encuentros casuales con dos individuos de mi pasado revivieron por un instante esa sensación. Jamás tan fuerte, jamás tan cierta como la primera vez. Lo único espectacular o digno de mencionar de aquellos encuentros, fue la sensación de estar cumpliendo mi papel. El papel de presa, el papel de quién actúa con gracia, para hacer pensar al cazador que él está al mando y no al revés. 

Es gracioso, porque también ha sido de esas pocas veces en que practique la paciencia y el arte de esperar.

Pero ese arte no se me da tan bien. Realmente solo logro practicarlo cuando mi intención es nula. Cuando solo actuó por instinto, por el placer de ser mujer. 

Está vez, la música, la vista y Cortázar fueron los culpables. Cortázar y sus conejos y sus puertas cerrándose y su señorita Cora y su voz sensual resonando en mi cabeza. 

Y el saxofón de García Márquez, y la luz azul tan sexual como sensual. Y la poesía y el vino. 

Y la ciudad y la noche, y este corazón con ganas de enamorarse, y este cuerpo con ganas de sentirse vivo.  Y esa sensación de estarme portando mal.

Lo que más me gusta de los corrientazos, es que los puedo aplicar en pequeñas dosis y desgastar hasta que desaparezcan. Solo seis años les tomo la última vez. 


Pero las noches siempre se terminan, y viene la realidad del día. El día con sus verdades a gritos, descifrando para mi todas esas señales que jamás entiendo, el día con sus ondas que rebotan sobre las objetos que en las noches se ven tan uniformes, tan lineales.


El día que trae a mi ese otro yo que quiere enamorarse, y vivir la historia de los cuentos. 

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